Cualquiera que haya cursado estudios universitarios habrá tenido que soportar numerosos textos insufribles, contra los cuáles se habrá tenido que debatir a la fuerza, sin otra razón para hacerlo que la de ser el libro que recomendaba el catedrático de turno. Ha sido tanto el tiempo perdido en descifrar esos textos de ínfima calidad que merece la pena, creo, detenerse a pensar cuáles son los despropósitos más frecuentes de quienes perpetran dichos textos. Esta crítica supone al mismo tiempo un elogio para esos otros – los menos – que se esmeran, y escriben textos cuya lectura todo buen estudiante debería agradecer.
Es cierto que muchos estudiantes universitarios no saben redactar, y cometen numerosas faltas de ortografía, pero también algunos profesores universitarios deberían hacérselo mirar, porque utilizan una redacción confusa, torpe e incorrecta, que hace que el alumno desperdicie un tiempo importante en atisbar lo que el profesor quería decir con tal o cual frase.
La claridad en la exposición de conceptos e ideas primarias debería ser una condición “sine qua non” de cualquier texto universitario, y sin embargo muchos textos son una ceremonia a la confusión. Muchas veces – quizás la mayoría -, no es posible hacer captar la esencia de un concepto nuevo por parte del alumno con una simple definición, haciéndose necesaria la aproximación al mismo mediante numerosos ejemplos cuidadosamente seleccionados, de forma que cuando el alumno haya ido madurando el concepto, entonces, y sólo entonces, se imponga la necesidad de una definición formal del mismo. La selección cuidadosa de los ejemplos es fundamental, porque nos encontramos con muchos textos cuyos ejemplos están tan mal escogidos que aumentan el nivel de confusión. Hay conceptos cuya utilización exige una enorme precisión, pues se pueden confundir con conceptos similares, bien del mismo texto o del lenguaje común, y en estos casos se hace necesario un gran esfuerzo para eliminar cualquier tipo de ambigüedad. En estos casos, aparte de los ejemplos, no estaría de más utilizar contraejemplos, que ilustrasen la incorrecta utilización del concepto. Todo lo que se haga en aras de la claridad, y persiguiendo que esos conceptos básicos que se van a manejar y a combinar a lo largo del curso queden absolutamente asimilados, se verá luego recompensado. Los conceptos derivados de los conceptos básicos nunca se podrán asimilar en todo su significado si los primeros no han sido suficientemente explicitados, con el consiguiente lastre para el aprendizaje subsecuente.
En una fase posterior, los libros de texto tendrán que desarrollar las relaciones entre los conceptos previamente definidos – o explicados de forma inequívoca -, y deberían hacerlo explicando la naturaleza de esa relación. A veces, una relación entre conceptos es necesaria, en cuyo caso es posible obtenerla de forma deductiva; en otros casos dicha relación sólo es posible constatarla de forma empírica. Es absolutamente imprescindible que al alumno le quede clara la naturaleza de dicha relación. Un ejemplo, muy elemental por cierto, sacado de la macroeconomía, es que si aumenta la tasa de paro, disminuye la tasa de actividad, algo que puede colegirse de forma inmediata a partir de las definiciones de ambas tasas. Por otra parte, el llamado índice de Philips establece una relación estadística inversa entre la tasa de paro y la inflación en una población determinada, de forma que si disminuye la tasa de paro aumenta el nivel general de precios. Esta relación se ha constatado empíricamente para sociedades de libre mercado, y es una relación de naturaleza estadística (de hecho no es una relación inexorable). Presentándole al alumno las cosas como son se le puede evitar desperdiciar una enorme cantidad de tiempo devanándose los sesos, intentando buscar explicaciones lógicas a relaciones que han sido establecidas tan sólo de forma empírica. Es cierto que se puede atisbar que si, en una determinada población, disminuye la tasa de paro, manteniéndose los salarios, aumenta la renta disponible en dicha población, lo cual estimula el consumo y, como consecuencia, tiende a elevarse el nivel general de precios. Lo anterior, sin embargo, no sería más que un atisbo, una explicación a lo sumo plausible, pero en modo alguno una derivación formal de la relación inversa entre dichas variables.
Nunca se insistirá lo suficiente en la necesidad de la claridad en los libros de texto, y habría que desechar cualquier texto que fuera confuso. Sin embargo, conviene no confundir claro con simple. Un libro de texto, dependiendo de la materia que trate, puede ser claro y complejo a un tiempo. Las cosas, como decía Einstein, se pueden hacer tan sencillas como se pueda pero nunca más sencillas. Contravenir lo anterior sería simplificar la realidad, desvirtuándola. Quizás, y lo estoy pensando ahora, antes de escribir un artículo como el presente, se hubiera hecho necesario otro que tratase de elucidar la dificultad intrínseca de determinadas materias, desde la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, la lógica matemática, la metafísica, la política, la economía, y diversas materias de ámbitos diferentes, intentando diseccionar la naturaleza de dicha dificultad. De cualquier forma, las consideraciones anteriores sobre la claridad exigible en los libros de texto me siguen pareciendo pertinentes, sea cual sea el contenido sobre el que versen, siempre y cuando la naturaleza del contenido sea comunicable (se sobreentiende que el contenido de cualquier libro de texto debería ser comunicable, aunque no siempre sea así. ¿Es la metafísica comunicable?). La claridad –como creo haber dejado claro – me resulta un requisito inexcusable, aunque el contenido sea de gran complejidad (de hecho, en este caso, se hace más necesaria la exposición clara), pero lo que me resulta verdaderamente insufrible son los libros de texto que tratan materias de ínfima dificultad intrínseca y que son enormemente confusos. Estos últimos deberían ser arrojados directamente a la papelera, y no son pocos.
La claridad implica honestidad por parte del autor. No son pocos los libros que empiezan bien, con una exposición clara de conceptos y de relaciones entre los mismos, y a medida que van avanzando y se van complicando se olvidan de respetar dichas relaciones y nos encontramos que para explicar determinados hechos se echa mano de explicaciones peregrinas que, en no pocos casos, contravienen lo expuesto con anterioridad. Ese autor, que tuvo la suficiente lucidez para empezar bien, no dudó en ser deshonesto intelectualmente a la primera dificultad, y estos son los libros que más nos pueden engañar tras una primera ojeada. Nos parecen bien, los adquirimos y luego resultan ser un gran fiasco.
Me gustaría añadir algo sobre la amenidad, pero me doy cuenta de las dificultades que esto implica, y de lo largo y poco ameno que se está haciendo lo que estoy escribiendo, por lo que lo dejo para mejor ocasión.