Detodounpoco

noviembre 3, 2013

Los libros de texto

Filed under: cultura,divulgación,enseñanza,pedagogía,pensamiento,Uncategorized — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 12:49 pm

Cualquiera que haya cursado estudios universitarios habrá tenido que soportar numerosos textos insufribles, contra los cuáles se habrá tenido que debatir a la fuerza, sin otra razón para hacerlo que la de ser el libro que recomendaba el catedrático de turno. Ha sido tanto el tiempo perdido en descifrar esos textos de ínfima calidad que merece la pena, creo, detenerse a pensar cuáles son los despropósitos más frecuentes de quienes perpetran dichos textos. Esta crítica supone al mismo tiempo un elogio para esos otros – los menos – que se esmeran, y escriben textos cuya lectura todo buen estudiante debería agradecer.

Es cierto que muchos estudiantes universitarios no saben redactar, y cometen numerosas faltas de ortografía, pero también algunos profesores universitarios deberían hacérselo mirar, porque utilizan una redacción confusa, torpe e incorrecta, que hace que el alumno desperdicie un tiempo importante en atisbar lo que el profesor quería decir con tal o cual frase.

La claridad en la exposición de conceptos e ideas primarias debería ser una condición “sine qua non” de cualquier texto universitario, y sin embargo muchos textos son una ceremonia a la confusión. Muchas veces – quizás la mayoría -, no es posible hacer captar la esencia de un concepto nuevo por parte del alumno con una simple definición, haciéndose necesaria la aproximación al mismo mediante numerosos ejemplos cuidadosamente seleccionados, de forma que cuando el alumno haya ido madurando el concepto, entonces, y sólo entonces, se imponga la necesidad de una definición formal del mismo. La selección cuidadosa de los ejemplos es fundamental, porque nos encontramos con muchos textos cuyos ejemplos están tan mal escogidos que aumentan el nivel de confusión. Hay conceptos cuya utilización exige una enorme precisión, pues se pueden confundir con conceptos similares, bien del mismo texto o del lenguaje común, y en estos casos se hace necesario un gran esfuerzo para eliminar cualquier tipo de ambigüedad. En estos casos, aparte de los ejemplos, no estaría de más utilizar contraejemplos, que ilustrasen la incorrecta utilización del concepto. Todo lo que se haga en aras de la claridad, y persiguiendo que esos conceptos básicos que se van a manejar y a combinar a lo largo del curso queden absolutamente asimilados, se verá luego recompensado. Los conceptos derivados de los conceptos básicos nunca se podrán asimilar en todo su significado si los primeros no han sido suficientemente explicitados, con el consiguiente lastre para el aprendizaje subsecuente.

En una fase posterior, los libros de texto tendrán que desarrollar las relaciones entre los conceptos previamente definidos – o explicados de forma inequívoca -, y deberían hacerlo explicando la naturaleza de esa relación. A veces, una relación entre conceptos es necesaria, en cuyo caso es posible obtenerla de forma deductiva; en otros casos dicha relación sólo es posible constatarla de forma empírica. Es absolutamente imprescindible que al alumno le quede clara la naturaleza de dicha relación. Un ejemplo, muy elemental por cierto, sacado de la macroeconomía, es que si aumenta la tasa de paro, disminuye la tasa de actividad, algo que puede colegirse de forma inmediata a partir de las definiciones de ambas tasas. Por otra parte, el llamado índice de Philips establece una relación estadística inversa entre la tasa de paro y la inflación en una población determinada, de forma que si disminuye la tasa de paro aumenta el nivel general de precios. Esta relación se ha constatado empíricamente para sociedades de libre mercado, y es una relación de naturaleza estadística (de hecho no es una relación inexorable). Presentándole al alumno las cosas como son se le puede evitar desperdiciar una enorme cantidad de tiempo devanándose los sesos, intentando buscar explicaciones lógicas a relaciones que han sido establecidas tan sólo de forma empírica. Es cierto que se puede atisbar que si, en una determinada población, disminuye la tasa de paro, manteniéndose los salarios, aumenta la renta disponible en dicha población, lo cual estimula el consumo y, como consecuencia, tiende a elevarse el nivel general de precios. Lo anterior, sin embargo, no sería más que un atisbo, una explicación a lo sumo plausible, pero en modo alguno una derivación formal de la relación inversa entre dichas variables.

Nunca se insistirá lo suficiente en la necesidad de la claridad en los libros de texto, y habría que desechar cualquier texto que fuera confuso. Sin embargo, conviene no confundir claro con simple. Un libro de texto, dependiendo de la materia que trate, puede ser claro y complejo a un tiempo. Las cosas, como decía Einstein, se pueden hacer tan sencillas como se pueda  pero nunca más sencillas. Contravenir lo anterior sería  simplificar la realidad, desvirtuándola. Quizás, y lo estoy pensando ahora, antes de escribir un artículo como el presente, se hubiera hecho necesario otro que tratase de elucidar la dificultad intrínseca de determinadas materias, desde la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, la lógica matemática, la metafísica, la política, la economía, y diversas materias de ámbitos diferentes, intentando diseccionar la naturaleza de dicha dificultad. De cualquier forma, las consideraciones anteriores sobre la claridad exigible en los libros de texto me siguen pareciendo pertinentes, sea cual sea el contenido sobre el que versen, siempre y cuando la naturaleza del contenido sea comunicable (se sobreentiende que el contenido de cualquier libro de texto debería ser comunicable, aunque no siempre sea así. ¿Es la metafísica comunicable?). La claridad –como creo haber dejado claro – me resulta un requisito inexcusable, aunque el contenido sea de gran complejidad (de hecho, en este caso, se hace más necesaria la exposición clara), pero lo que me resulta verdaderamente insufrible son los libros de texto que tratan materias de ínfima dificultad intrínseca y que son enormemente confusos. Estos últimos deberían ser arrojados directamente a la papelera, y no son pocos.

La claridad implica honestidad por parte del autor. No son pocos los libros que empiezan bien, con una exposición clara de conceptos y de relaciones entre los mismos, y a medida que van avanzando y se van complicando se olvidan de respetar dichas relaciones y nos encontramos que para explicar determinados hechos se echa mano de explicaciones peregrinas que, en no pocos casos, contravienen lo expuesto con anterioridad. Ese autor, que tuvo la suficiente lucidez para empezar bien, no dudó en ser deshonesto intelectualmente a la primera dificultad, y estos son los libros que más nos pueden engañar tras una primera ojeada. Nos parecen bien, los adquirimos y luego resultan ser un gran fiasco.

Me gustaría añadir algo sobre la amenidad, pero me doy cuenta de las dificultades que esto implica, y de lo largo y poco ameno que se está haciendo lo que estoy escribiendo, por lo que lo dejo para mejor ocasión.

agosto 15, 2013

Niveles de conocimiento

Filed under: cultura,divulgación,enseñanza,filosofía,pensamiento — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 1:25 pm

Hubo una época en la que todo conocimiento me parecía endeble, insuficiente y poco valioso. La afición por el conocimiento abstracto que te proporciona el estudio de la lógica, y materias similares, te pueden jugar esas malas pasadas.

Desde aquellos tiempos, ya algo lejanos, me ha tocado estudiar materias en las que el conocimiento perfecto no existe. Si uno estudia radiografía torácica para interpretar determinadas imágenes puede prescindir del conocimiento exacto de lo que pasa en el átomo cuando se generan los rayos X y, sin embargo, seguir siendo perfectamente competente en la materia que nos ocupa. Más aún, puede resultar hasta conveniente olvidarse por un tiempo de lo que sucede en el átomo. Estos ejemplos se pueden multiplicar, y a poco que reflexionemos nos daremos cuenta de que casi todo lo que sabemos, y que nos resulta útil, es un conocimiento no fundamentado en sus últimas consecuencias. 

El conocimiento práctico es así, es un conocimiento operativo, orientado a un fin concreto distinto del conocimiento «per se». Por lo tanto, cumple su función cuando encuentra los resultados apetecidos, sin plantearse nada más allá. Cuando se nos estropea el coche nadie, en su sano juicio, busca a un experto en cinemática y en combustión, sino al mecánico que mejor conozca ese modelo concreto de coche que estamos usando. De igual forma, el mecánico que sabe cómo se arregla nuestro coche, aunque no sepa nada de combustión ni de cinemática, puede estar absolutamente satisfecho con el nivel de conocimiento que posee para realizar su trabajo. Por tanto, en el conocimiento práctico que nos ocupa, orientado siempre a un fin, tanto al productor como al consumidor de dicho fin, lo único que nos interesa es la medida en la que se consigue el fin buscado. 

La mayor parte de nuestro conocimiento es conocimiento práctico, conocimiento adquirido para enfrentarnos a la tarea de sobrevivir y, más tarde, a la tarea de vivir y estar en el mundo de la manera más confortable. Por tanto, el conocimiento teórico, más ocupado en el conocimiento «per se» que en su aplicación, no tiene una justificación tan inmediata.

El conocimiento práctico es un conocimiento por niveles, de forma que cada uno de los que lo poseen domina, o aspira a dominar, dicho conocimiento, sin tener necesidad de saber nada de los otros niveles. Volviendo a nuestro ejemplo, el radiólogo que interpreta una radiografía de tórax no necesita saber nada de cómo se construye el aparato que le proporciona esas imágenes, de la misma forma que el ingeniero que construye el aparato no ve más que manchas sin sentido en la radiografía.

El hombre, sin embargo, siempre aspira a más. El conocimiento, en sus orígenes, tuvo que ser práctico, y además, orientado a la supervivencia. En cuanto el hombre se aseguró el alimento, o incluso antes de asegurárselo, tuvieron que surgir los primeros rudimentos gastronómicos: ya no sólo quería alimentarse, sino también deleitarse. Las primeras manifestaciones artísticas surgirían, sin duda, en cuanto el hombre pudo dedicar algo de sus energías a algo que no fuera la mera supervivencia. Sin embargo, el conocimiento artístico no deja de ser un conocimiento práctico, aunque el fin no sea tan inmediato como la caza para sobrevivir. El fin del conocimiento artístico es la creación de una obra de arte, mientras que las preguntas sobre la fundamentación del arte serían conocimiento teórico.

Para mí, el que se dedica al conocimiento teórico, aquel alejado de cualquier fin inmediato o mediato, es como el artista del conocimiento. En este sentido, el filósofo, alejado de cualquier aspiración práctica, sería el verdadero artista del conocimiento, y le ocurre como a cualquier artista, que tiene muy difícil que le reconozcan su arte, pues esto sólo está al alcance de aquellos dotados de la suficiente sensibilidad para apreciarlo. Cualquiera puede apreciar el valor de un panadero que elabora el pan, pero valorar la Crítica de la Razón Pura, de Kant, sólo está al alcance de unos pocos.

Aunque no los únicos, los filósofos, los buenos claro está, son el paradigma de aquellos que cultivan el conocimiento teórico y por eso nunca deberían desaparecer. De hecho, nunca desaparecerán, porque es lo más genuinamente humano, lo que más nos aleja de nuestra animalidad.

diciembre 9, 2012

Niveles de conocimiento y aprendizaje

Filed under: cultura,divulgación,educación,enseñanza,filosofía,pedagogía,pensamiento — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 12:24 pm

Por razones que no vienen al caso me tuve que enfrascar en aprender cuestiones de estadística operativa, para aprender su uso y empleo práctico, más que sus bases teóricas. El curso exigía el uso de un software estadístico apropiado que permitía, teniendo claros un pequeño número de conceptos, obtener resultados prácticos de gran interés. No obstante, ese uso mecánico de la estadística me dejaba un mal sabor de boca que me impulsó a adentrarme en mayores profundidades. Aprendí que las principales distribuciones teóricas, de un uso generalizado en estadística, como la distribución normal, la t de Student, la Chi-cuadrado, o la F de Snedekor, tienen una definición compleja, y su uso y manejo teórico exigen el uso de la función gamma, y de otros muchos conceptos de cálculo superior avanzado. Sin embargo, la gran mayoría de tratados de estadística práctica ni siquiera hacen mención a estas definiciones.

Las consideraciones anteriores me llevaron a reflexionar sobre los niveles del conocimiento, y su relación con el aprendizaje. Es obvio que nuestro conocimiento práctico de las cosas no exige un conocimiento en profundidad y, aunque puede resultar menos obvio, un conocimiento profundo tampoco presupone un conocimiento práctico. El médico que está interpretando diversas imágenes de una resonancia magnética del cerebro no precisa saber casi nada de la física nuclear que sustenta esa técnica, de la misma forma que los físicos e ingenieros que la desarrollaron no tienen que saber nada de las imágenes que aparecen en una resonancia cerebral. De la misma forma, conducir un coche no implica saber nada de motores, ni encender la televisión conocer las ecuaciones de Maxwell, ni navegar por internet conocer nada de lenguajes informáticos, ni tampoco al contrario.

La mayoría de nuestros conocimientos son conocimientos prácticos, operativos, y la mayoría de nuestro aprendizaje está orientado a obtener este tipo de conocimientos. ¿Saber apagar, encender, cambiar de canal, memorizar emisoras, cambiar de fuente en una televisión es un conocimiento útil? Sin duda que lo es, de la misma forma que conducir un coche o freír un huevo. Sin embargo, difícilmente se podrá sostener que estamos ante un conocimiento profundo, por muy útil que sea. ¿Conocer toda la física que exige el conocimiento de las ecuaciones de Maxwell es útil? Esta pregunta es más sutil que la anterior y no quiero responderla por el momento, y únicamente me conformaré con decir que todo ese bagage de conocimiento no presupone saber dónde se enciende una televisión ni cómo se cambian los canales, ni qué módulo de un televisor averiado es el responsable de que no funcione. Por tanto, la idea es que se puede ser un «experto» en un determinado nivel de conocimiento y ser un perfecto ignorante en otro, siempre referidos a la misma materia. El televisor se puede contemplar desde un punto de vista teórico, y esto exige saber de cómo se captan imágenes y sonidos, cómo se transforman en ondas electromagnéticas,  cómo se vuelven a transformar en imágenes y sonido y, por fin, cómo se visionan. También se puede contemplar desde un punto de vista de usuario, y esto exige conocer todos los mandos y todos los botones, y todas las funciones, o al menos las fundamentales. Desde un punto de vista técnico nos haría falta saber diagnosticar las averías, y conocer la forma de averiguar el módulo que está estropeado. Podríamos también contemplar el conocimiento de la televisión desde un punto de vista histórico, y esto nos exigiría conocer los primeros modelos, los principales hitos de su evolución, etc.,etc. Incluso podríamos plantearnos la televisión desde consideraciones estéticas, y esto nos sumergiría en otro mundo. Cualquiera de estos «mundos» supone un nivel de conocimiento respecto al objeto de estudio, la televisión en nuestro ejemplo. Podríamos decir, desde este punto de vista, que un nivel de conocimiento es una perspectiva de nuestro objeto de estudio.

Excepto, quizás la filosofía, que aspira a un conocimiento integral, o al menos a considerar todos los posibles aspectos, el aprendizaje, hablando en general, es aprendizaje de perspectivas.

Hay personas que aprenden bien determinadas perspectivas, y en cambio aprenden muy mal otras. Yo sospecho que Einstein hubiera aprendido bastante bien la perspectiva teórica sobre el televisor, pero tendría dificultades con la perspectiva de usuario.

La mayoría de las personas, no sé si por razones evolutivas, suelen tener menos dificultades, y más interés, en el aprendizaje de las perspectivas útiles, mientras que una minoría se muestran más interesados por las teóricas (quizás los menos aptos para sobrevivir).

Tener en cuenta estas diferencias, a la hora de aprender perspectivas, entre unas personas y otras, por parte de los profesores, quizás pudiera contribuir a evitar casos de fracaso escolar. No olvidemos, a este respecto, que Einstein fue considerado un estudiante torpe por la mayoría de sus profesores, cuando en realidad lo que le ocurría es que era otra la perspectiva que le interesaba.

enero 5, 2012

Creatividad versus estulticia

Filed under: divulgación,enseñanza,imaginación,pensamiento — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 6:11 pm

El otro día me comentaban que la creatividad está de moda, y que todo el mundo propone y requiere soluciones creativas a los problemas. Yo -me comentaba esta persona-, me conformaría con que me ofreciesen soluciones, y que dejaran la creatividad para los artistas. Oiga usted, solucióneme el problema y sea usted creativo si lo desea en su tiempo libre.

Muchas veces, en efecto , ocurre que la gente necesita improvisar porque carece de conocimientos o de experiencia, y procuran disfrazar esa carencia con una supuesta creatividad. El hecho cierto es que no todo el mundo puede ser creativo, ni falta que hace, y menos aún un indocumentado o un insolvente en la materia de que se trate. La creatividad no consiste en levantarse por la mañana con la firme intención de ser creativo, ni en serlo por el sencillo hecho de que un grupo de personas, generalmente con algún interés, pretenden adularnos con el epíteto de creativos. La creatividad, o la inspiración, o la musa, sólo puede alcanzar a aquel o a aquellos que se han preparado arduamente para cuando llegue el momento. Los otros, los que pretenden ser creativos porque sí, por sus supuestos genes creativos, únicamente pueden aspirar a fantasear y a disparatar.

Ser creativo es ser original, pero para ser original hay que conocer, comprender y asimilar la materia de que se trate, y entonces se estará en condiciones de aportar un toque personal. Todo lo demás son gaitas, y estará más cercano a la estupidez que a la creatividad.

Quiero ofrecer en este artículo una anécdota de un alumno, ciertamente creativo, que ilustra adecuadamente las condiciones que se precisan para serlo.

Sir Ernest Rutherford, presidente de la Sociedad Real Británica y premio Nóbel de química, contaba una anécdota que es un gran ejemplo del espíritu creativo que engendra éxito. La historia cuenta que, en cierta ocasión, recibió la llamada de un colega que estaba a punto de ponerle cero a un estudiante debido a la respuesta que había dado al resolver un problema de física, a pesar de que admitía que su respuesta era correcta.

La pregunta del examen era: demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro.

Para quienes no tuvieron la suerte de estudiar física, o no conocen la teoría en cuestión, quiero recordarles que el barómetro es un instrumento parecido al termómetro, utilizado para medir la presión atmosférica. La teoría dice, simplemente, que la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes nos proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares. De manera que la respuesta obvia era medir la presión en el primer piso del edificio y luego en la azotea, para así determinar la altura del edificio.

Sin embargo, el estudiante había respondido: “llevo el barómetro a la azotea y le ato una cuerda muy larga. Lo descuelgo hasta la base del edificio, marco y mido. La longitud de la cuerda es igual a la altura del edificio”.

Realmente, el estudiante había planteado un serio problema al resolver el ejercicio, porque había respondido al pregunta correcta y completamente. No obstante, esta respuesta no demostraba su dominio de los conceptos teóricos que el maestro quería evaluar. Sir Ernest Rutherford sugirió que se le diera al alumno otra oportunidad. Se le concedieron seis minutos para que respondiera la misma pregunta, pero esta vez con la advertencia de que, en la respuesta, debía demostrar sus conocimientos de física.

Rutherford relata: “habían pasado cinco minutos y el estudiante no había escrito nada. Le pregunté si no sabía la respuesta, pero me contestó que tenía muchas respuestas al problema. Su dificultad era elegir la mejor de todas”.

En el minuto que le quedaba escribió la siguiente respuesta: “tomo el barómetro y lo lanzo al suelo desde la azotea del edificio, calculo el tiempo de caída (t) con un cronómetro. Después utilizo el tiempo de caída y la constante de aceleración para calcular la altura del edificio”.

El maestro no tuvo otra opción que darle la nota más alta a pesar de que esta respuesta tampoco ilustraba la teoría en cuestión. Al salir de la sala de clase, Rutherford le preguntó al joven qué otras respuestas tenía. Bueno, respondió, hay muchas maneras, por ejemplo, tomas el barómetro en un día soleado, mides su altura y la longitud de su sombra. Si medimos a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple proporción, obtendremos también la altura del edificio.

También puedes tomar el barómetro y marcar en la pared su altura una y otra vez hasta que llegues a la azotea. Al final multiplicas la altura del barómetro por el número de marcas que hiciste y ya tienes la altura del edificio. Por supuesto, si lo que quiere es un procedimiento más sofisticado, puede atar el barómetro a una cuerda y moverlo como si fuera un péndulo. Si calculamos que cuando el barómetro está a la altura de la azotea la gravedad es cero y si tenemos en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, de la diferencia de estos valores y aplicando una sencilla fórmula trigonométrica, podríamos calcular, sin duda, la altura del edificio.

En fin, concluyó, existen muchas formas más de hacerlo. Probablemente, la mejor sea tomar el barómetro y golpear con este la puerta de la casa del conserje del edificio y cuando abra, decirle: “Señor conserje, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo”.

En este momento de la conversación, cuenta Rutherford, le pregunté si no conocía la respuesta convencional al problema, que consistía en medir la presión atmosférica en el punto más bajo, luego en el más alto, y calcular su altura de esta manera. Evidentemente, el estudiante afirmó que la conocía pero que, durante sus estudios, sus profesores habían querido enseñarle a pensar creativamente y eso era lo que él quería hacer.

El estudiante se llamaba Niels Bohr, quien no sólo llegó a convertirse en físico, sino que obtuvo el premio Nóbel de física en 1922 y es más conocido porque fue el primero que propuso un modelo compuesto por un núcleo con protones y neutrones, y los electrones que lo rodean. Además, fue uno de los pioneros de la teoría cuántica. Aprender a pensar creativamente y entender que puede haber cientos de soluciones para un mismo problema es una gran muestra de un desarrollado nivel de inteligencia.

La creatividad es algo que todos podemos desarrollar. La expandimos cuando nos atrevemos a innovar y a ser originales; cuando asumimos riesgos y tratamos nuevas opciones; cuando agregamos el toque personal a lo que hacemos, evitando seguir los mismos caminos trillados de siempre.

agosto 22, 2011

Lo racional y lo razonable

Filed under: ética,cultura,divulgación,enseñanza,filosofía,pensamiento,religión — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 11:51 am

A veces, diferentes términos, como «lógico», «racional», «razonable», y algún otro, se utilizan con un significado unívoco, lo cual es fuente de no pocas confusiones. En este largo paréntesis veraniego aprovecho para intentar clarificarlos, escribiendo un corto artículo sobre el tema.

Muchas veces se piensa que la lógica es una especie de panacea que abriría muchas puertas a quien la dominase, permitiéndole adentrarse en muy diversas materias con una perspectiva de éxito relativamente asegurada. Sin embargo, nada más alejado de la realidad. La lógica formal trata del razonamiento correcto, pero en modo alguno nos faculta para otras materias. De hecho, la lógica formal está basada en la lógica natural, que es aquella que poseen la generalidad de las personas, sin necesidad de adentrarse en sesudos estudios de lógica formal. La lógica formal vendría a ser una sistematización de los distintos modos de proceder en los razonamientos correctos. Sin duda, tiene su importancia, pero la lógica, sin más, es estéril, no nos permite avanzar en el conocimiento. Sin la intuición, sin la imaginación, sin la observación, la lógica quedaría reducida a un mero simbolismo.

Lo racional es algo mucho más amplio que la lógica, y mucho más útil para la vida diaria. Podríamos definirlo como la elección óptima de unos medios para alcanzar determinados fines. Por ejemplo, si queremos aprobar unas oposiciones en un tiempo determinado, lo racional sería buscar el temario, preparar adecuadamente los temas, distribuir el tiempo para estudiarlos, el tiempo parar repasarlos, elegir un preparador si fuera necesario, etc.,etc. Muchas de estas operaciones racionales están ya sistematizadas por una experiencia amplia del asunto, pero en muchas otras somos nosotros los que debemos llevara a cabo esa planificación, para optimizar el resultado. Lo racional, por tanto, definido así, es un proceso que tiene bastante de científico, lo cual no implica que los grandes científicos hayan sido personas habitualmente racionales. Podríamos decir que el hábito de proceder científicamente en las cuestiones de la vida corriente es lo que convierte a una persona en racional.
Ahora bien, cómo se determinan los fines hacia los que se debe encaminar nuestra actuación racional. Podría ser que decidiéramos aprendernos de memoria la enciclopedia británica, y que eligiéramos para ello los medios más adecuados, planificando cuidadosamente el tiempo, los intervalos de repaso, y un sinfín de etcéteras, de forma que nuestra actuación sería de lo más racional, aunque no por ello dejaríamos de pensar que el fin escogido (aprender de memoria la susodicha enciclopedia) es decididamente estúpido.

Lo anterior nos lleva a la necesidad de pergeñar un concepto que haga referencia a lo pertinente de nuestros fines, y este concepto es el de «razonable». Este concepto, aunque no incluye al anterior, es mucho más importante. Una persona pude proponerse fines muy sensatos, pero bien puede carecer de la suficiente racionalidad para llevarlos a cabo de forma óptima y, como vimos anteriormente, también puede ocurrir lo contrario: planificaciones muy racionales para empeños muy poco razonables. Por tanto, podriamos decir que lo racional hace referencia a los medios, y que tiene un carácter científico, que consiste en buscar los medios óptimos para alcanzar unos objetivos, mientras que lo razonable se refiere a los fines, y tiene un carácter más ético, si queremos.

Podríamos presumir que la cuestión de la elección de los fines es algo muy subjetivo, y que por tanto no merecería la pena ser discutida. Una reflexión algo más atenta enseguida nos disuade de lo anterior, y nos hace ver que la elección de los fines más adecuados constituye el objetivo de la Ética, y de gran número de religiones. Por eso, pienso, el hombre que continuamente se propone fines sin tener en cuenta la experiencia acumulada por la humanidad en ese sentido está condenado al fracaso. En primer lugar, dará bandazos de un lado a otro de forma caprichosa y anárquica, y en segundo lugar raramente elegirá los fines más sensatos para conducir su vida, pudiendo elegir opciones disparatadas. La Ética, entendida en el sentido anterior, como el estudio de los fines más adecuados, es algo en lo que no todo el mundo profundiza, y requiere estudio y dedicación, y voluntad para aplicar lo aprendido. Sin embargo, la religión permitía una ocasión inmejorable para imbuir en la mente de las gentes los fines más provechosos, para su propia vida y para las vidas ajenas. El anticlericalismo militante, muchas veces beligerante de forma abierta contra las religiones, o mejor dicho, sólo contra algunas de ellas, forma parte de nuestro actual modo de vida, y se está empezando a hacerse notar: el hombre está cada vez más aislado, camina en solitario, sin un rumbo fijo, sin referencias sólidas a las que asirse, descreyendo de esto y creyendo fanáticamente en aquello. Para acabar, me gustaría recordar las palabras de Chesterton, que decían más o menos así: cuando el hombre deja de creer en Dios se vuelve capaz de creer en cualquier cosa. Y así nos va.

abril 7, 2011

El animal simbólico

Filed under: cultura,divulgación,enseñanza,filosofía,lenguaje,pedagogía,pensamiento — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 6:47 pm

En un artículo anterior, sobre la naturaleza humana, concluíamos, de modo provisional, que la naturaleza del hombre era esencialmente cultural y, por tanto, artificial. El hombre era el ser menos hecho y más por hacer, y la posibilidad de pasar de la potencia al acto, de desarrollarse plenamente como hombre, dependía de la cultura. Mientras que los animales pueden sobrevivir sin nada digno de merecer el nombre de cultura, el hombre, por el contrario, es inconcebible sin la cultura, hasta el punto de que el proceso de hominización y el de culturización debieron haber andado parejos, empujándose el uno al otro: a medida que nos hacíamos más hombres desarrollábamos más cultura y, viceversa, a medida que desarrollábamos más cultura nos hacíamos más hombres. Esa profunda imbricación de ambos procesos hace imposible intentar deslindarlos.

Parece claro, por tanto, que «hombre» y «cultura» son conceptos indisolubles el uno del otro. Hemos de preguntarnos, en este momento, qué es lo que posibilita el enorme desarrollo cultural del hombre. Quizás sea el lenguaje. En efecto, otros animales también tienen un cierto lenguaje, con el que pueden comunicar la existencia de alimentos e incluso el lugar en que aquellos se encuentran, o advertir del acecho de algún peligro, etc., pero seguro que no imaginamos a ningún animal contándole a otro los logros de sus antepasados, o refiriéndole sus anhelos más íntimos, si es que tales anhelos existieran. Sin un lenguaje desarrollado, como el humano, resulta difícil siquiera concebir un desarrollo cerebral que permita extenderse más allá de la satisfacción de las necesidades más inmediatas. Nietzsche pensaba que la estructura gramatical subyacente a diversos lenguajes comportaba el desarrollo de un pensamiento diferente. De cualquier forma, lo que parece claro es que sin lenguaje no puede haber nada parecido a lo que entendemos por cultura. El lenguaje nos conforma el cerebro, y por otra parte nos permite transmitir nuestros logros a nuestros descendientes, así como que estos logros no queden relegados al olvido, de tal forma que nuestra cultura posee un carácter acumulativo, que la hace especialmente poderosa.

El lenguaje nos convierte en seres eminentemente simbólicos. Nuestro mundo, el mundo de los humanos, es un mundo de representaciones, de símbolos que sustituyen a otros símbolos, y de símbolos que sustituyen a nuestras imágenes de la realidad, hasta el punto de que a veces sentimos que nuestro mundo es demasiado artificial, y agradecemos el contacto directo con la realidad, sin intermediarios simbólicos. Los símbolos, por todo lo explicado, son inherentes al ser humano, pero pueden arrojarnos a un mundo excesivamente ficticio, extremadamente simbólico, en el que cualquier contacto directo con la realidad resulta sumamente infrecuente. Si bien nuestra naturaleza humana es eminentemente simbólica, nuestra naturaleza animal no lo es, y precisa de de contactar directamente con la realidad, sin símbolos interpuestos. Quizás por eso, a veces nos sienta tan bien un simple paseo por el campo, o por la playa, contactando directamente con la naturaleza, «sintiéndola», sin pensarla.

En un primer momento, la palabra sustituye a una imagen, a una impresión sensible, y utilizamos la palabra «gato», por ejemplo, para referirnos a un gato particular, de forma que dicho símbolo, «gato», nos trae a la memoria la imagen de un gato particular, concreto, para el que dicho símbolo fue creado. Con el tiempo, la imagen se diluye en la memoria pero, entretanto, la capacidad de abstracción del ser humano ha conceptualizado la imagen original del gato. Es decir, la imagen del gato concreto y particular desaparece, y es sustituida por el concepto de gato, que no representa a ningún gato en particular, pero sí a todos los gatos. Por tanto, el símbolo «gato» persiste, pero pasa de reprsentar a una imagen a representar un concepto. Esta abstracción de nuestra mente, la clase de todos los gatos, que no representa a ningún gato particular, no tiene existencia por sí misma, fuera de nuestra mente, por más que Platón se empeñara en hacerla más real que el gato mismo. Este proceso de abstracción progresiva, que no hemos hecho más que ejemplificar aquí, hace que nuestros símbolos se alejen cada vez más de la realidad a la que aspiran representar, sumergiéndonos en un mundo virtual, símbólico, en el que realidad y representación a veces se confunden.

Sin embargo, cuando nos comunicamos con nuestros semejantes, hacemos como que nos entendemos, como que nos comprendemos, como que asumimos su realidad, aunque está muy claro que lo simbólico artificializa las relaciones humanas, las dificulta, disminuyendo la empatía necesaria para ponerse en el lugar del otro, que es la forma de comprenderlo de verdad. Lo simbólico no es sólamente el lenguaje, que es su exponente máximo. Todo nuestro mundo es simbólico, y las relaciones humanas no son una excepción.

Lo simbólico, tan inherente al ser humano, parece muy conveniente para el desarrollo cultural de una sociedad, y no parece que podamos sustraernos a ello. Sin embargo, lo excesivamente artificial de lo simbólico puede ser un obstáculos para las relaciones humanas más íntimas, más sinceras.

Por eso, de vez en cuando, sigue siendo aconsejable un buen paseo por una playa, o por un campo solitario, como usted prefiera.

marzo 22, 2011

Sobre el sentimiento religioso

Filed under: ética,divulgación,enseñanza,religión,Uncategorized,universo — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 11:17 am

El terremoto de Lisboa del año 1755 fue utilizado por Voltaire para lanzar una diatriba contra Dios y, en efecto, los desastres naturales de proporciones gigantescas siempre nos sitúan frente al problema del dolor, quizás uno de los mayores misterios que ha de afrontar el creyente. Ahora, este desastre de Japón nos vuelve a enfrentar al misterio de cómo la providencia divina permite tanto caos y tanta desolación. Otros creyentes, sin embargo, utilizan estas furias naturales para señalar la pequeñez del hombre ante la naturaleza, y para evidenciar su insignificancia ante la majestuosidad y el poderío divino, e incluso creen ver en tales acontecimientos una señal divina ante la enorme soberbia humana.

Personalmente, el primer enfoque, el de reconocimiento de un misterio insondable ante un ser omnipotente y de bondad infinita, que permite, o al menos no impide, tanto dolor para sus criaturas, me parece de mayor honestidad intelectual. El segundo enfoque nos retrotrae a la religión del miedo, de la venganza, algo difícil de concebir en un ser a un tiempo providencial y de una bondad inmensurable.

Indudablemente, la experiencia de estos desastres avalan más las tesis de una naturaleza para la cual nosotros somos tan insignificantes como una hormiga.

Albert Einstein, en un pequeño librito, titulado «El mundo, como yo lo veo», distingue tres tipos de religiosidad, que él considera que son etapas evolutivas en el sentimiento religioso. En una fase primitiva de le evolución humana el miedo fue le factor primordial: el miedo a los animales, a la enfermedad, al hambre, a la muerte, etc. Era la época en que las causas naturales eran desconocidas, y los fenómenos se atribuían a entes, o a dioses, a los que se atribuía características similares a las humanas, aunque con más poderes. Con este motivo, el de contentar a los dioses, se realizaban sacrificios en su honor, a fin de que se mostraran más propicios a favorecernos. En una fase más avanzada, el sentimiento religioso se mantiene para paliar el desamparo vital del hombre. El padre, la madre y los dirigentes sociales, son mortales y falibles, y el anhelo de amor y apoyo del hombre impulsan la formación del concepto social o moral de Dios. Es el Dios de la providencia, que nos ampara, dispone, recompensa y castiga. Es el Dios que ama e impulsa la vida de la tribu y de la humanidad, y nos consuela en las desgracias, y guarda las almas de los muertos. Si bien esta motivación de la religión es más propia de un estadio más avanzado en la civilización, en todo momento hay una mezcla de ambas. De hecho, en nuestro tiempo y en nuestro país, la falgelación y otras manifestaciones religiosas de ese cariz puden considerarse inspiradas por el miedo, o por la consideración de que se está ante un Dios vengativo. De la misma forma, personajes religiosos de otras épocas muy atrás en el tiempo pueden ser ejemplos de la segunda motivación que hemos considerado.

Ambos tipos de religión comparten una idea de Dios de carácter antropomórfico, y tan sólo, siempre según Einstein, algunas mentes privilegiadas y ciertas comunidades de altos valores superan este segundo estadio de la experiencia religiosa. A este tercer nivel de experiencia religiosa, al que sólo acceden algunos, Einstein le llamó religiosidad cósmica. Sería la más difícil de apreciar, y sólo se le presenta con claridad a quien consigue abstraerse del concepto humano de Dios.

Este individuo siente la insignificancia de los deseos y fines humanos, y aprecia el orden sublime y maravilloso tanto de la naturaleza como del mundo de las ideas. Ese componente cósmico de la religión, según Schopenhauer, citado por Einstein a este respecto, se halla mucho más acentuado en el budismo. Para Einstein, los genios religiosos de todos los tiempos han estado marcados por esta religiosidad cósmica. Para Einstein, entre los herejes de todas las épocas podemos encontrar hombres impregnados de esta elevada religiosidad, y para cuyos coetáneos podían ser tanto ateos como santos. Para Einstein, personajes como Demócrito, san Francisco de Asís o Spinoza, estarían muy cercanos entre sí.

Según Einstein, en la armonía de las leyes de la naturaleza se manifiesta una razón tan superior que todo pensamiento y orden humanos se reducen a un insignificante destello. Este sentimiento, que inspira al verdadero genio científico, estaría muy emparentado con el que ha colmado a los genios creadores religiosos de todos los tiempos.

Como vemos, para Einstein la religiosidad más elevada, por decirlo de algún modo, no está al alcance de todos, ni todos la alcanzan, aunque no explica por qué unos sí acceden a ella y otros no. Según él, el verdadero genio científico estaría más cerca de alcanzarla que otros, aunque no sería el único medio de obtenerla. Vemos que para Einstein también existe el verdadero genio religioso, aunque no explica en qué consiste tal cosa. Yo, al menos, estaba acostumbrado a la genialidad en otras cuestiones, pero nunca oí hablar de una cosa tal como la anterior.

diciembre 16, 2010

A vueltas con la libertad

Filed under: cerebro,divulgación,enseñanza,filosofía,libertad,pensamiento,religión,Uncategorized — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 11:46 am

Hay temas que por mucho que se hayan tratado vuelven una y otra vez, porque aún no han encontrado una respuesta satisfactoria. Esto suele ocurrir con una gran parte de las cuestiones que trata la filosofía (la lógica sería una excepción), y la libertad es uno de ellos.

Hablando grosso modo, podríamos distinguir dos tipos de libertad: por un lado la libertad externa, que supondría la libertad para hacer cosas sin impedimentos, dentro de ciertos límites, claro está, y que incluiría a las libertades políticas; por otro, la libertad interna, que supondría la libertad de desear esto o aquello, y preferirlo a lo otro, aún en el caso de que no lo podamos obtener. Esta libertad de desear algo concreto se ha dado en llamar muchas veces libre albedrío, y es de ella de la que me quiero ocupar en el presente artículo.

Aunque una gran mayoría de personas piensan que tienen gravemente restringidas sus libertades externas (ya sea por coerciones políticas, por falta de medios económicos, etc.,etc.) no es menos cierto que una gran mayoría piensan, o al menos intuyen, que son libres para desear una cosa u otra, es decir, se sienten con libertad interna aunque padezcan esclavitud externa.

Hoy, sin embargo, y contrariamente a lo que intuye el individuo, muchas ideologías políticas tienden a minimizar la responsabilidad del mismo, y atribuyen al entorno familiar o social, gran parte de la responsabilidad de la conducta individual. Esta concepción restringida de la libertad individual tiene consecuencias inmediatas, la primera de las cuales encuentra reflejo en el código penal. En efecto, si las acciones de uno están muy mediatizadas por el entorno, la responsabilidad por nuestros actos necesariamente debe quedar diluida.

La cuestión de la libertad interna para mí es más primordial, porque si resultase que no fuéramos libres ni para desear, mucho menos aún lo seríamos para actuar porque, salvo en casos contados, la decisión de hacer algo precede al acto.

En mayor o menor grado, todos «sentimos», como dije anteriormente, que somos libres de desear esto o aquello, aunque nuestros deseos puedan estar condicionados por nuestra educación, nuestra genética, etc., etc. Contrariamente a los animales – o al resto de animales, si así lo preferimos -, que parecen guiados por la satisfacción de sus instintos, el hombre puede desear que el pasado hubiera sido de otra forma, o sacrificarse en el presente para que el futuro sea más propicio. Nuestros deseos, a diferencia de otros animales, no son inmediatos, sino que están mediatizados por otros deseos superiores en jerarquía, y por todo un proceso de deliberación interna. Los deseos que nos surgen los analizamos, los ponderamos, los comparamos con otros, los hacemos compatibles o incompatibles entre sí, los jerarquizamos, y, tras un complicado número de operaciones mentales, que a veces se realizan con gran rapidez, parece que preferimos esta opción o aquella otra, desechando las demás. Parece que somos libres para desear unas cosas y no desear otras, aún en el caso de que al final no pudiéramos realizar nuestro deseo.

¿Y si todo lo anterior no fuese, en el fondo , más que una ilusión? ¿Y si toda esa supuesta libertad estuviese determinada por el estado actual de nuestro cerebro? En este caso seríamos como máquinas muy complejas, pero en el fondo máquinas. Si conociéramos perfectamente un determinado cerebro, podríamos entonces conocer sus deseos. En este sentido estaríamos predeterminados, y gran parte del sentido de algunas religiones se vendría abajo, pues nuestra salvación o nuestra condena no dependería de nosotros. Por supuesto, el concepto de culpa, en un sentido amplio, debería desaparecer. Sólo cabría hablar de conductas adecuadas, o inadecuadas socialmente, pero en ningún caso de conductas culposas.

El cristianismo está basado en la libertad, y considera que gran parte del mal ocasionado en el mundo se debe a la acción humana, por lo que el hombre es responsable y culpable de sus pecados.

La libertad exige conciencia. Un electrón, por mucho que no podamos determinar su posición y velocidad de forma simultánea, a nadie se le ocurriría decir que es libre para moverse. Los animales tienen conciencia de muchas cosas, pero nos inclinamos a pensar que sus conductas son instintivas, guiadas por necesidades básicas. Mientras que el hombre es un animal fundamentalmente cultural, naturalmente cultural, como veíamos en otro artículo, los animales son primordialmente instintivos.

Estoy dando vueltas en torno al concepto de libertad, pero no consigo aprehenderlo, hay algo inaprensible que se me escapa. Lo curioso, sin embargo, es que hasta la precisión conceptual resulta escabrosa.

Por un lado, desearía encontrar una teoría coherente que mostrara a las claras nuestra naturaleza claramente libre, en concordancia con nuestra cultura imperante, nuestra tradición religiosa y nuestro código penal, que nos hace responsables de una gran mayoría de nuestras acciones. Por otro, sin embargo, me parece que hay mucho de ilusión en la consideración de nuestra naturaleza libre, en nuestra creencia en nuestro libre albedrío.

La visión materialista me inclina al determinismo, a lo inexorable de nuestra conducta, que sería conocida de antemano por alguien que pudiera conocer con detalle nuestro cerebro. Las consideraciones de la mecánica cuántica nos permitirían contemplar la posibilidad de que quien observara nuestro cerebro no conociera exactamente lo que vamos a elegir, sino una gama de opciones, cada una con una probabilidad determinada. Sólo una visión espiritual del hombre – la consideración de que somos algo más que un cuerpo – sería compatible con la idea de libre albedrío. Sin embargo, aún en este último supuesto, la omnisciencia de Dios – el hecho de que también
conoce nuestro futuro – nos arrastra inevitablemente por dichas sendas, y resulta bastante incompatible con el hecho de ser libres.

En definitiva, y para tomar partido, diré que la libertad interna, el libre albedrío, sólo se me hace posible si somos seres espirituales. Además, Dios no podría conocer nuestro futuro, porque en tal caso no podría habernos creado libres.

septiembre 27, 2010

Stephen Hawking y Dios

Filed under: ciencia,cultura,divulgación,enseñanza,física,filosofía,pedagogía,pensamiento,Uncategorized,universo — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 10:51 pm

Stephen Hawking es un científico de primera línea, y un divulgador científico de enorme éxito. Yo leí «Historia del tiempo», y me pareció un gran libro de divulgación. Otros libros suyos que conozco, como «A hombros de gigantes», o «Dios creó los números», exigen una preparación previa en física y matemáticas. Los libros de un antiguo colega suyo, Roger Penrose, como «La nueva mente del emperador», o el último, «El camino a la realidad», exigen preparación científica, y su comprensión global no está al alcance del profano en física o en matemáticas. Otros divulgadores científicos que me han gustado, cada uno en su género, fueron Isaac Asimov, Martin Gardner o Ian Stewart. Sin embargo, por encima de todos ellos, en mi opinión, el que ha cultivado este género guardando un equilibrio más exquisito entre lo que es divulgación, sin caer ni en la vulgaridad ni en el tecnicismo, empleando un estilo ameno, y adentrando al lector en el verdadero meollo de la ciencia fue el inolvidable Richard Feynman.

El libro objeto de este artículo, que acaba de salir al mercado en lengua inglesa, es «The grand design», escrito por Hawking y Leonard Mlodinow, quien por cierto fue discípulo de Feynman en el Caltech, en California, y tiene un libro dedicado a él: «El arco iris de Feynman». El libro de Hawking tiene asegurado un enorme éxito editorial, porque antes de que saliera al mercado la polémica estaba servida. Muchos medios de comunicación se hicieron eco de que Hawking afirmaba que el universo, al parecer, pudo surgir de la nada, a partir de ciertas leyes, como la gravedad, y ciertos avances aún no bien fundamentados de la teoría de cuerdas, en concreto la teoría M, el intento más promisorio, segun los autores, de conseguir una teoría unificada de las cuatro fuerzas fundamentales.

El objeto de este artículo no es entrar en los pormenores de un libro que no he leído, y del que conozco las reseñas de Penrose y algunas otras, sino la discusión de la posibilidad de afirmar, o negar, la existencia de Dios desde la ciencia.

Al parecer, la novedad que Hawking propone en su libro es la posibilidad de la aparición de algo – el universo entero -desde la nada. El sentido común podría tentarnos a decir que esto no es posible, pero una mínima reflexión nos obligaría a ser más cautos. Nosotros no conocemos el principio de nada, sino que sólo nos es dado observar transformaciones. Podemos ver cómo el árbol nace de la semilla, o el pollo del huevo, o el agua de la combinación de hidrógeno y oxígeno, o la ceniza de la combustión de la materia orgánica, y se podrían multiplicar indefinidamente los ejemplos de cambios físicos, químicos, biológicos o de otro tipo. Sin embargo, respecto a lo que ocurrió al principio, no podemos observar nada. Suponemos que hubo un principio, por la radiación de fondo, por el alejamiento de las galaxias, y por otras observaciones de esa índole. Por esto, hoy en día, la teoría del Big Bang se ha impuesto a la idea de un universo estacionario, sin principio. Si no conocemos el principio de nada, sino tan sólo transformaciones, tampoco estamos obligados a negar que el ser pudo surgir de la nada, sino sólo a decir que nosostros, por no asistir a ese principio, lo desconocemos absolutamente. En principio, no me veo más obligado a admitir que el ser surja de otro ser que de la nada. Hasta el momento, los teólogos, cuando afirmaban que Dios creó el mundo, cuando se les preguntaba que quién creó a Dios respondían que Dios era «causa sui», con lo que afirmaban que Dios era causa de sí mismo y existía desde siempre, y era la causa de todo lo demás.

Suponiendo que la posibilidad que parece entrever Hawking, que algo surja de la nada, cobre mayor fundamento científico, ¿qué pasaría entonces con Dios? Parece que Hawking ha optado por aplicar el principio de la navaja de Ockham, el de no multiplicar las hipótesis de forma innecesaria, y si Dios no es necesario para que surja algo pues prescinde de Dios.

No obstante, Hawking sospecha que el ser pudo surgir de la nada de unas leyes previamente existentes, y siempre nos será dado preguntarnos de si esas leyes estaban ahí para que surgiera lo que surgió. Es decir, la ciencia se ocupa del cómo, pero no se pregunta el por qué ni mucho menos el para qué. Esta última pregunta, el para qué, si al final todo esto tiene un sentido, es el objeto último de toda teología, y a la ciencia no le corresponde, porque se sale totalmente del ámbito que le es propio, dar respuesta negativa o afirmativa a la pregunta. No por ello, sin embargo, dejará el hombre de intentar buscar respuesta a uno de sus mayores anhelos.

Aunque a la ciencia le fuera dado mostrar que tuvo que haber algo externo al universo, externo a sí mismo, que encendiera la mecha del Big Bang, eso no serviría de nada a los auténticos creyentes, porque de qué les serviría un posible Dios que creara el universo hace 13.700 millones de años, para a continuación desocuparse. El verdadero fundamento de la religión está en la Providencia de Dios, y en la promesa de una vida eterna, y no en la existencia de un creador de todo lo existente.

De cualquier forma, siempre será interesante leer el libro de Hawking, porque posee una mente poderosa, y porque siempre resulta un esfuerzo mental gratificante observar cómo extrapola las últimas novedades de su campo a la filosofía o a la teología, lo cual siempre multiplica su ya merecido éxito de ventas. En el prólogo de su best seller, «Historia del tiempo», nos cuenta como su editor le dijo que el número de ventas sería inversamente proporcional al número de fórmulas que incluyera en su libro, por lo cual sólo incluyó E=m.c^2.

May 18, 2010

Filosofía: hoy más que nunca

Filed under: cultura,divulgación,educación,enseñanza,filosofía,libertad,pedagogía,pensamiento,poder,política,Uncategorized — Ernesto Sánchez de Cos Escuin @ 10:24 am

La filosofía nunca ha estado tan desprestigiada como en nuestros días, y no han sido pocos quienes han abogado por su desaparición en los estudios de enseñanza media, proponiendo su sustitución por Educación para la Ciudadanía. Esta propuesta, disparatada desde mi punto de vista, no es casual. Tiene su origen en una mentalidad que únicamente valora los resultados prácticos inmediatos, desdeñando todo aquello que, aún sirviendo al individuo, no es útil para la sociedad. ¿A quién puede interesar una sociedad de ciudadanos-filósofos?. Al poder, desde luego que no, y al poder que procura invadir los ámbitos más recónditos del individuo menos aún.

Bertrand Russell, en su Introducción a la Filosofía, decía que entre la Ciencia y la Teología había una especie de tierra de nadie, que seguía planteando preguntas para las cuáles la Ciencia no ofrecía soluciones, y la Teología exigía el concurso de la fe. Estas preguntas, que seguían importando al hombre, eran el objeto de la filosofía.

La filosofía, al contrario que la Ciencia, no ofrece soluciones concretas a los problemas, o a las cuestiones, sino que tan sólo brinda respuestas, que de alguna forma nos permiten convivir con dichos problemas en una forma más o menos razonable, más o menos llevadera. Los problemas de la filosofía, por no estar resueltos de una forma definitiva, siempre están en el candelero, siempre incitan a una nueva reflexión, a un nueva vuelta de tuerca, y cualquiera que se acerque a su estudio debe repensar por sí mismo lo pensado por los filósofos anteriores. Esto no ocurre con la Ciencia. Seguimos estudiando la mecánica de Newton, pero porque a nuestra escala, y para nuestros propósitos, es más adecuada que la de Einstein. Nadie, sin embargo, salvo un historiador de la Ciencia, estudia la mecánica aristotélica, o lo que se pensaba del movimiento en la Edad Media.

Preguntas clásicas, como la relación entre percepción y realidad, o sobre la forma más adecuada de conducir nuestra vida, o sobre la universalidad de la razón, y su potencialidad para conocer la verdad, o sobre el sistema político más adecuado, y tantas otras preguntas sobre nosotros mismos, sobre lo que nos rodea, o sobre si existe un sentido, o incluso sobre si esta ultima pregunta de preguntarse por un sentido carece en sí misma de sentido, se vienen planteando una y otra vez, y no obtienen respuesta definitiva. Además, en el momento en que la respuesta sea definitiva, pasarán a ser objeto de alguna Ciencia concreta. Podríamos decir, de forma resumida, que el que cultiva la Ciencia dispone de un elenco de respuestas, mientras que el que cultiva la filosofía dispone de un montón de preguntas. ¿A qué político le puede interesar alguien que fomenta la duda?. ¿Y si la duda llegara a surgir sobre su partido, sobre su persona, o sobre su programa político?. Además, obviando los intereses meramente personales, ¿para qué nos sirve tanto dudar?. Lo importante son las soluciones, la tecnología, la sanidad, la industria, las cosas prácticas, y no las tediosas preguntas de estos infatigables aprendices de sabio. Además- diría el político-, el dinero público está para cosas más serias que para malgastarlo en cábalas que a nada conducen.

En cierto modo, hay que ponerse en la piel del político: las carreteras las hacen los ingenieros, así como las centrales eléctricas, la enseñanza la cubren los maestros, la sanidad los médicos, los contenciosos los abogados, y la mejor política la deciden ellos mismos.

A fin de cuentas, ¿qué distingue al filósofo del que no lo es? ¿Tan sólo un elenco de preguntas sin respuesta?

Es cierto que los filósofos, sobre todo desde hace un par de siglos para acá, son los que más tiempo han dedicado a justificar su quehacer, y ya se sabe aquello de «excusatio non petita acusatio manifiesta».

Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior, considero que la filosofía, o el estudio de las ideas, si se prefiere, es hoy más importante que nunca. Es cierto que hoy se ofrecen soluciones para todo, justo lo contrario de lo que practica la filosofía, pero no es menos cierto que vivimos en un mundo en el que el engaño, la falacia, la mentira, la media verdad, la manipulación, el sesgo, el mensaje subliminal, encuentran un terreno muy abonado para prosperar. Ante eso, la filosofía ofrece todo un bagaje como fomentadora de la duda metódica, de las posibles alternativas, evitando la respuesta simplista, y planteando nuevas preguntas ante las certezas que nos venden aquí y allá, procurando no dar nada por sentado. El filósofo, por estar versado en preguntas sin solución, todo lo repiensa, lo rumia una y otra vez, y siempre lo pone en duda, lo cual supone una bocanada de aire fresco ante las continuas recetas que nos pretenden vender como la última verdad absoluta. El científico también duda, pero el ámbito de su duda está más limitado a su campo específico, mostrándose más crédulo para lo demás.

El filósofo puede jugar un papel de antídoto necesario ante la progresiva idiotización a la que nos quieren someter los medios de comunicación, y su duda metódica está mucho más cerca de la verdad que las consignas light con las que pretenden ablandarnos el cerebro, consiguiéndolo en una gran mayoría de casos, a juzgar por los resultados.

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